Cuando observamos una muñeca hiperrealista, parte de nuestro cerebro reacciona como si estuviéramos frente a una persona. No importa que sepamos que no respira, que no piensa, que no siente: su forma como las de reallady, sus proporciones, su tacto, activan regiones cerebrales ligadas a la empatía, la intimidad y el deseo.
Este fenómeno —que parece sacado de una novela de ciencia ficción— está siendo cada vez más estudiado por neurocientíficos, psicólogos y filósofos. Porque en el fondo, habla menos del objeto… y más de nosotros mismos.
La maquinaria empática
El ser humano está biológicamente programado para buscar patrones familiares. Si algo tiene ojos, boca, piel, voz o movimientos reconocibles, nuestro cerebro activa de inmediato sus redes sociales internas. Esta capacidad —clave para la supervivencia— se aplica incluso a objetos inanimados.
Es por eso que muchas personas sienten cariño por sus mascotas de peluche, tristeza cuando un personaje de animación muere o incluso afecto por asistentes virtuales como Alexa o Siri. Lo que cambia con las muñecas hiperrealistas es el nivel de realismo sensorial, que eleva el vínculo a una experiencia mucho más compleja y visceral.
¿Relaciones sin reciprocidad?
A diferencia de otros vínculos, los que se generan con cuerpos artificiales son unidireccionales: uno da, proyecta, imagina… pero no recibe respuesta genuina. Sin embargo, eso no impide que se genere apego emocional.
Estudios de resonancia magnética muestran que los cerebros de usuarios frecuentes de muñecas sexuales como lusandy doll activan zonas similares a las que se activan en vínculos humanos tradicionales. Es decir, la emoción es real, aunque el otro no lo sea.
Esto abre un dilema contemporáneo: ¿cuán válido es un vínculo si solo uno de los lados lo experimenta? ¿Y qué pasa cuando el cerebro no distingue entre una persona y una imitación perfecta?
¿Un salto evolutivo o una trampa emocional?
Algunos especialistas ven en esta tendencia una oportunidad: si entendemos cómo se construyen los lazos emocionales, podríamos aplicar ese conocimiento para acompañar a personas con dificultades vinculares, traumas o condiciones específicas como el autismo.
Otros, en cambio, advierten que estos vínculos podrían erosionar nuestra tolerancia a la complejidad de las relaciones humanas, volviéndonos más exigentes, menos pacientes, menos empáticos con los errores ajenos.
Como en muchos casos tecnológicos, la pregunta ya no es si es posible… sino qué hacemos ahora que es real.