El progreso civilizatorio de cada país se manifiesta de acuerdo con los fundamentos culturales de su población y en el rumbo que le imprimen sus dirigentes a cada etapa de su evolución. China se afirma en la meritocracia de sus gestiones dirigenciales, en su sistema de gobiernos autoritarios y en la disciplina social de sus habitantes. Esa es su impronta, que acompaña su historia de 5000 años y su fervor patriótico. Estados Unidos cree en las libertades individuales, en su alta capacidad de innovación, en su destino manifiesto de gran potencia (económica y militar) bioceánica, impulsada popularmente por un genuino entusiasmo patriótico interno. Podríamos describir así a tantos otros países de Europa y del resto del mundo; como factor común a todos ellos se encuentra el orgullo de la pertenencia a su “ser nacional”. Un fervor que solíamos compartir la casi totalidad de los argentinos hasta hace unos 50 años. Algo pasó desde entonces, con la pérdida gradual de esa acreencia nacional, que coincide con el inicio de nuestro declive, económico, político y social.
Actualmente no pocos argentinos están nuevamente desencantados de la situación interna (inclusive antes de la pandemia-cuarentena) y sueñan o programan emigrar hacia otros países; sus preferidos son los europeos (culturalmente) o Estados Unidos (económicamente). Muchos otros insisten en proclamar o idealizar las supuestas bondades de Venezuela o Cuba, aunque no están pensando en radicarse precisamente allí. Tantos unos como otros están disconformes con la Argentina actual y peor aún, echándose mutuamente las “culpas” por la pésima y compleja situación. Todos estos pensamientos tóxicos solo empeoran la situación y poco o nada aportan para mejorarla. Grieta y mediocridad generalizada que producen una gran desesperanza. El mundo externo está extremadamente volátil, genera una gran incertidumbre, porque la situación geopolítica es compleja y totalmente ambigua. No parecería ser que encontrarán demasiadas facilidades para poder eventualmente emigrar. Sin embargo, cuán mal se habrán hecho las cosas para que muchos compatriotas estén, nuevamente, pensando en ello.
En estos días hemos asistido a una guerra entre canales de TV para demostrar quién es más víctima: si la persona que sufrió el asalto y mató al delincuente en la calle o el mismo delincuente. Mientras el país se prende en un debate manipulado mediáticamente para lograr un entendible (pero no justificable) rating, se deja de lado al análisis serio e importante para entender porque ocurren cotidianamente estos hechos. Estos “desastres entre humanos” arrasan con los mínimos “derechos humanos” de todos los involucrados y de una gran parte de la sociedad. Ningún delincuente puede torturar a ancianos indefensos o golpear, violar y asesinar mujeres, sin ser considerando un delincuente de lesa humanidad, ya que este concepto no es privativo sólo de una época específica. Tampoco nadie tiene derecho a rematar a un delincuente caído en estado de indefensión. La pobreza sin ninguna esperanza es también una violación de los “derechos humanos”, escritos en muchas leyes pero incumplidos e incumplibles en la práctica real. Casi todos los gobiernos sólo han simulado disminuirla mediante artilugios estadísticos; en concreto no hay nada nuevo y sigue en aumento. A eso lo llamamos mala praxis política (en todos los niveles), aunque duela.
Cualquiera sea el análisis que se haga del caso, las verdaderas y profundas causas son siempre políticas, ya no en el sentido partidario, sino de responsabilidad de las muy diversas gestiones, que en lugar de resolver los problemas de la sociedad, los posponen (ahora se dice procrastinar) y los acumulan ciclo tras ciclo. Los resultados de estas cinco décadas están bien visibles; todo está por comenzar nuevamente a resolverse: pobreza, inseguridad, inflación, corrupción, grieta, deuda externa, excesiva presión fiscal, recesión, desinversión, estado amorfo, ambigüedad estratégica. Son las plagas argentinas siempre vigentes, que ahora la pandemia-cuarentena expuso con mayor virulencia. El visible aumento del delito y la ola mayor que vendrá, producto del desastre económico en curso, deberían ser enfrentados también cultural y políticamente, explicitando sus verdaderas causas y los diversos cursos de acción posibles, sus estrategias para remediarlas y sus consecuencias; no sólo escondiéndolo detrás del envío de tropas de seguridad, que poco podrán hacer frente al creciente número de casos. ¿En tanto tiempo no hubo alguna idea superadora de seguir mandando a la gendarmería a los suburbios bravos del Gran Buenos Aires? No es tolerable que el pueblo se arme para defenderse frente a un Estado ausente para resolverlo. El pueblo raso y el más humilde es la mayor víctima de tantas malas decisiones judiciales y políticas. Mala praxis, como diría un boga.
Si un médico, ingeniero u otro profesional comete un error se le hace un juicio de mala praxis y su responsabilidad queda expuesta en un plazo medianamente rápido. Cuando, independiente del color político, los jueces, los funcionarios gubernamentales, o los políticos cometen errores, horrores o alguna incursión en el campo del delito, su responsabilidad se diluye en infinitos vericuetos de la Justicia o la política. Su generalizada impunidad es un sentimiento vastamente popular. Esa es una gran diferencia con algunos países que progresan; cualquiera sea el que se elija. No es que sean impolutos -altamente probablemente que no sea así-, pero la gran mayoría de los delitos se castigan, aunque haya algunas pocas excepciones, provenientes del poder. Hay excusas que ya son antológicas: los jueces “interpretan” a su mejor entender las leyes; las “decisiones políticas” no son judicializables; y aunque algunas “mala praxis” hagan estragos, gana la impunidad y no hay proceso de mejora o de aprendizaje. No es un trato justo para el resto de la sociedad que les paga sus honorarios para que realicen con la mayor excelencia su muy necesaria labor.
Por eso sería bueno que, aprovechando esta etapa de la cuarentena en que se exigirá a todos los sectores un protocolo apropiado a sus tareas, se estableciera también un protocolo específico para todas las actividades políticas, entre cuyas reglas básicas estaría, en primer lugar, la de preocuparse prioritariamente por solucionar los problemas de la gente y no los de la política; capacitarse permanentemente; colocar profesionales idóneos con los perfiles pertinentes en cada uno de los cargos públicos (no a los amigos sin el perfil adecuado, ni las compensaciones absurdas y arbitrarias para mantener la fidelidad partidaria); todos los espacios políticos deberían representar ideas coherentes identificables y dejar de ser “coaliciones indefinibles para ganar elecciones”, y ya a cargo del Gobierno deberían crear coaliciones amplias pensando en el futuro, lo cual permitiría prepararnos para el largo plazo, en orden a transformar al país; los funcionarios deberían ocuparse menos de su destino político personal y dejar de actuar y opinar en función de su eventual postulación para las próximas elecciones (faltan aún 15 meses); deberían olvidarse de las internas dentro y fuera de cada espacio político, centrándose en su gestión específica; y enfrentar los múltiples problemas, creando grupos profesionales independientes multidisciplinarios de asesoramiento estratégico para visualizar escenarios y diversificar opciones para resolverlos; antes que ocurran, si fuese posible; entre otras tantas recomendaciones posibles.
Hubo épocas en que Argentina convocaba la esperanza; hoy, lamentablemente, empuja a la frustración. Eran épocas de esfuerzos que valían la pena, no de desánimos reiterados como en estos últimos tiempos. El pueblo está llegando a su pico de hartazgo de tanta acumulación de situaciones fallidas, de tantos años de inoperancia de la política, de tanta simulación para resolver problemas que no se resuelven y siempre se agravan. El fenómeno social de la diáspora de la clase media, que incluye la fuga de cerebros y de energía creadora, negada sistemáticamente por la política, vuelve a la agenda de lo cotidiano. Hay clara impaciencia por ver si surge algún proyecto de nación viable, con gente racional, y que no sólo trabaje para sí mismo o para la coyuntura inmediata. Si esto no aparece en el escenario cercano y no se proyecta una modificación profunda de las tendencias pasadas, en un par de años más, tendremos 60 o 70% de pobres; los jóvenes más capacitados habrán emigrado y la “economía del conocimiento” o la “economía de la vida” (al decir de Attali) se afianzará en Uruguay o en algún otro país, pero no en estos lares y nuestra producción exportable se hará cada vez mas primaria; habrá permanentes problemas de desempleo, tanto por la incorporación de la moderna tecnología o por la falta de educación masiva de alta performance; la inseguridad se volverá incontrolable y el narcotráfico gobernará sobre vastos espacios territoriales. La falta de aprendizaje sobre nuestros reiterados errores y la mala praxis nos han convertido en este país “anormal”, que deja solo el “sálvese quien pueda” como legado futuro para nuestros hijos, si es que seguimos escondiendo todo debajo de la alfombra y no enfrentamos la cruda realidad.
Actualmente el “largo plazo” solo existe para debatir sobre el pasado y no sobre el futuro, como lo hacen los pueblos inteligentes. Los argentinos discutimos frivolidades, una tras otra; interna tras interna, todas cuestiones secundarias; los urgente y los último momento de los programas de la TV nos llenan de angustias y de un exceso de información que no aporta nada al verdadero conocimiento popular; la pandemia arrasó con la economía y aún no hay planes contingentes en forma pública; la CGT y los empresarios se reúnen sin la presencia del Gobierno para ordenar las etapas post-crisis, intentando encontrar salidas de emergencia. El gobierno de Alberto Fernández nos propone retóricamente buenas ideas para marchar hacia un futuro deseado; pero a esta altura del descreimiento popular sería muy conveniente plasmarlo en hechos más concretos; en leyes y en acciones que vayan avalando y poniendo dichos proyectos con un pié en tierra firme. Cierta falta de coherencia entre el discurso y las pocas medidas que se van ejecutando provocan muchas dudas, que se manifiestan en dilaciones para la toma de decisiones, ya sea de inversión o inclusive, de cierre temporal o definitivo de empresas. No solo se trata de que el Estado aporte dinero táctico para la coyuntura, sino que también se requiere conducción y coherencia para mantener el mínimo entusiasmo de la gente, de las pymes y de los sectores más capacitados para transformar la Argentina.
El software que maneja la política no funciona apropiadamente desde hace décadas y está arruinando el hardware de las capacidades argentinas. Si no se actualiza en forma rápida, será el responsable de un nuevo fracaso nacional. No es un problema de un partido o de otro. Es el conjunto que atrasa y tira hacia abajo todo el esfuerzo popular, que necesita ser conducido hacia horizontes más importantes. Argentina puede ser importante en el plano internacional si le pone sinergia a sus fortalezas. Tenemos la suma de lo que es importante en estos tiempos: lo verde, focalizada en lo alimentario y en la calidad ambiental; lo azul, por las inmensas riquezas marítimas no explotadas a nuestro favor; y principalmente lo gris, basada en nuestros valiosos recursos humanos, para el desarrollo de las nuevas tecnologías.
Necesitamos proyectar un nuevo modelo de desarrollo nacional que generaría gran entusiasmo y renovadas esperanzas de la población y motivarían amplias expectativas favorables para la inversión productiva (no la especulativa). Para desarrollarlo debemos hacer foco en los siguientes ejes: en lo internacional, incentivar las relaciones con los poderes intermedios, gambeteando la trampa del G2 (China vs. EEUU); en la defensa nacional, incrementando proyectos que garanticen el proceso transformación nacional; la clave del futuro es la tecnología, porque el sujeto histórico de la transformación y del nuevo modelo se apoyará en desarrollar el nuevo paradigma tecnológico, evitando dispersiones y concentrando esfuerzos para hacer eficiente la inversión estatal, con mirada exportadora. La producción de bienes y servicios con mano de obra intensiva permitirá sostener abiertas las fábricas con cadenas de valor local o regional para garantizar el empleo para todos; y finalmente resaltar la importancia de obtener divisas por medio del apoyo a las agroindustrias, petróleo, software, minería, apuntando a lograr inversiones (nacionales o extranjeras) que logren balance positivo de divisas, asegurándole reglas de juego estables. Países dominados por ideologías comunistas lograron enormes inversiones capitalistas y la rápida obtención de paquetes tecnológicos modernos. ¿Por qué no podríamos lograrlo nosotros, que además contamos con los recursos humanos para manejarlos?
No habrá soluciones del lado del liberalismo extremo ni de estatismos ineficientes. Pero siempre la colaboración del privado con el Estado necesitará reglas de juego estables y transparentes, lo cual requiere un debate que no implique imposición, porque la supremacía de uno sobre otro llevaría al autoritarismo o al caos social. Se trata de poner voluntades en la misma senda para compartir una visión, tomar las decisiones de sacrificar algo de cada parte y para ello se requiere un rumbo y un largo plazo en común, sobre la base de una lógica generadora de riqueza, para no seguir repartiendo miserias. Con objetivos, con planeamiento estratégico, con programas y con voluntad de ser una nación con un destino común y no un aglomerado de habitantes enfrentados entre sí por cuestiones periféricas.
El autor es analista de temas geopolíticos
Via: InfoBae – Un protocolo para la dirigencia política