Cada nuevo mundial despierta sentimientos nacionalistas, a favor o en contra de ciertos países, que estrujan los corazones de quienes sufren por la pelotita. Camisetas renovadas, pinturitas en la cara de los niños y niñas, gorritos con pompones de colores celestes y blancos, gritos y gestos obscenos que imitan al del Dibu Martínez posterior al penal atajado. Puteadas enfermizas contra Brasil, Alemania, Uruguay, Suiza, y si nos cruzáramos con la Provincia de La Rioja, también caería en la volteada.
Por Luciano Laserre
¿Qué es un país? ¿Qué somos cuando nos orgullecemos aclamando «somos Argentina»? En principio, podríamos empezar por lo más tonto: no somos Brasil, no somos Alemania, no somos la Provincia de La Rioja.
De La Quiaca a Ushuaia nuestro suelo. ¿Nos agrupamos en base al castellano argentinizado? En parte, si nos olvidáramos por un momento de las lengüas de los pueblos originarios, del italiano, vasco, guaraní, que aún hoy presionamos para que se limiten a ser anécdotas en las tradiciones o simples dialectos de los márgenes.
¿Qué tiene de común alguien de La Quiaca con otra persona de Ushuaia? Rondemos una posible respuesta: “El nacionalismo utiliza todos los recursos de la educación para crear una lealtad artificial hacia lugares que el individuo no conoce bien y hacia gente que no ha visto jamás”. Quien contesta es Aldous Huxley. Justamente, lo que tienen en común es la arbitrariedad: alguien decidió llamarnos argentinos, y se nos reconoce como tal.
¿Tenemos algo por naturaleza, algún rasgo, alguna causa escondida, que nos haga mirarnos y decir: «¡pucha, somos argentinos!»? Depende. Nos cansaríamos de enumerar supuestas causas comunes, y así y todo, la lista jamás se agotaría y lo que es peor, jamás nos pondríamos de acuerdo.
Convengamos que estamos más cerca, y en consecuencia, nos parecemos más, con los montevideanos que con los formoseños. Fue cosa del destino (y del devenir de la Historia, gran formadora de Estados) que Argentina fuera esto.
Sin embargo, todavía no llegamos a responder qué es Argentina, o mínimamente, qué es un país. “Una Nación es una sociedad que posee los medios de hacer la guerra” opina nuevamente el autor de Un Mundo Feliz. Por ello Catamarca no es una Nación, ni California… por eso Argentina quiere ser una Nación pero tampoco puede. En ese caso, tendría que tener la posibilidad de hacerle la guerra a Gran Bretaña y recuperar las Islas, pero no puede, sería destruida al instante. Se auto-inhibe, se autocensura. Somos lastimosamente una media-Nación que podría hacerle la guerra a otra media-Nación (ojo, chilenos).
También existen otras definiciones abstractas que analizan la Nación como “comunidad imaginada”, y desde la legalidad como un determinado territorio cuya población se rige por cierto idioma/s oficial/es, moneda nacional (aunque se intente privatizarla), y bla bla.
Antropológicamente hablando, un país es un Nosotros. Desde la misma óptica, otros país deviene en un Otro.
Y la base de la cuestión está en la educación.
Marx subestimó el peso del Nacionalismo al invocar una revolución de orden internacionalista, una revolución de clase en desmedro del patriotismo. El peronismo lo comprendió: industria nacional, mercado interno, clase trabajadora nacional. ¿Pero cómo gritar los goles de Messi, Di María, cuando en realidad son más extranjeros que el nueve de Paraguay? Este dilema se le presentó a Italia cuando media Nápoles apoyaba a Maradona y la otra mitad se mantenía en el apoyo férreo a su propia Squadra Azzurra, provocando una guerra civil futbolera en pleno mundial del 90’.
La globalización posmoderna y el humanismo moderno: dos corrosivos de la ética nacionalista. La primera que deja en evidencia, desde lo material, que las fronteras están desapareciendo (en su antiguo orden, ahora transformado y volcado hacia las minorías). El humanismo, por su parte, siempre priorizó lo humano por sobre el color, raza, religión e incluso pensamiento.
La discriminación, la xenofobia, una consecuencia inevitable.
Slogans de la CONMEBOL dicen luchar contra el racismo; cursos de capacitación docente a favor de los derechos de las personas migrantes.
En la ceremonia de los partidos internacionales, un himno, un símbolo, una patria. Al día siguiente a la finalización del curso, el docente entona a viva voz el himno, iza la bandera, despliega un símbolo, una patria.
¿Cómo entender entonces al Boliviano, al Paraguayo, al Británico como un Nosotros si cada día hay actos escolares que lo posicionan en el terreno de un Otro? Paradojas, contradicciones, hipocresías, rutinas, vaya uno a saber qué, por qué, para qué.
Los partidos del mundial generarán el entusiasmo y el grito de odio como las antesalas de las grandes batallas guerreras. El fútbol no es el culpable, tan sólo es un efecto inevitable.
Y la base de la cuestión se encuentra en la educación.
¿Cómo educar en el humanismo cuando las instituciones educativas se subyugan a la retórica argentinista? ¿Cómo no gritar los goles de Argentina si nos criaron bajo la idolatría de San Martín, Manuel Belgrano y San Maradona?
Es sabido que los dos universos se cruzan: pantallas dentro de los colegios, los contenidos curriculares dejan lugar al partido trascendental que paraliza al país entero.
Mientras tanto, en los manuales escolares, aprendemos que todos somos iguales, hablamos de la importancia de la fraternidad, de los legados de la Revolución Francesa, y bla bla; al tiempo que nos separamos de los indios, los negros, los extranjeros, todos esos Otros peligrosos que se nos interponen en nuestro tranquilo camino para ganar el mundial y ser por fin una potencia.
El peor efecto, la peor consecuencia, el horror que todo ello genera ya lo estamos «viendo, sintiendo y disfrutando» como dice un reconocido relator del fútbol. Si al nacionalismo se le suma el ansia por la conquista de nuevos mercados, se produce la guerra. Incluso entre países tan hermanados culturalmente como Rusia y Ucrania.
Los mundiales seguirán estando (nadie se opondría a ello), los himnos, las escarapelas, las banderas, la argentinidad y los cursos docentes en pos de mitigar lo inmitigable harán lo mismo. De más está decir que atacar el síntoma no sirve de nada si no se lucha contra la verdadera causa que lo genera.
En una sociedad donde continuemos educando para diferenciar, no deberíamos sorprendernos al encontrarnos con las diferencias.