Por Ignacio Lobo *
Desde tiempos remotos, las civilizaciones más prósperas fueron aquellas que lograron distribuir sus riquezas en el lugar donde se generaban. En la antigua Roma, las ciudades florecían gracias a los excedentes agrícolas que reinvertían en caminos, mercados y desarrollo local. Durante la Revolución Industrial, las regiones productivas que supieron canalizar sus ganancias en infraestructura y educación se transformaron en polos de innovación. La historia nos muestra que, cuando la riqueza circula en su punto de origen, el crecimiento es sostenido y alcanza a más personas.
Argentina no es la excepción. A lo largo de su historia, el campo ha sido el motor del
desarrollo nacional, impulsando la construcción de pueblos, la llegada del ferrocarril y la creación de una red de industrias y comercios que dieron vida a las economías regionales.
Sin embargo, con el tiempo, las reglas del juego fueron cambiando y así también fue
creciendo la asimetría fiscal. Es decir, la riqueza que antes quedaba en el interior productivo comenzó a ser capturada como retenciones que no forman parte de la masa coparticipable, y en consecuencia se sigue concentrando el poder y limitando el crecimiento de muchas comunidades rurales.
Hoy tenemos la oportunidad de recuperarnos de ese círculo y volverlo virtuoso, de liberar el potencial del campo. Cuando los productores pueden reinvertir en su actividad y en su región, no solo se benefician ellos: crecen los comercios, se expanden los servicios y se generan más puestos de trabajo. Liberar el potencial, significa que las pequeñas localidades puedan fortalecerse con caminos en mejores condiciones, escuelas más equipadas y hospitales con más recursos.
Más allá del impacto económico empíricamente evidenciado, las retenciones atentan
principios generales de tributación de la Constitución Argentina, porque van en contra del derecho de propiedad y no tienen en cuenta la capacidad contributiva de los productores. Es una suerte de práctica confiscatoria, que además de ilegal, nos continúa perpetrando en una mirada cortoplacista de salvataje.
El punto es que, en los últimos años, han sido un mecanismo de recaudación importante para el país, pero también han impedido que muchas zonas rurales aprovechen plenamente los frutos de su esfuerzo. Reducir esta carga impositiva no es solo una cuestión económica, sino una cuestión social, es una oportunidad para devolver dinamismo y poder a regiones que tienen todo para crecer. Un campo con más inversión genera más empleo, impulsa la industria y fortalece el comercio local, beneficiando a toda la sociedad.
Argentina tiene ventajas competitivas y comparativas para la producción agrícola que pocos países poseen: tierras fértiles, productores innovadores y un potencial inigualable para alimentar al mundo. Si acompañamos al agro con políticas que incentiven su crecimiento, los beneficios no quedarán solo en los campos, sino que alcanzarán a cada rincón del país.
Porque el desarrollo no ocurre por acumulación, sino por distribución inteligente de los recursos, y para distribuir riqueza primero hay que generarla. Si logramos que la riqueza generada quede en su lugar de origen, estaremos dando un paso hacia un país más próspero, más equilibrado y justo para todos.
Por Ignacio Lobo
* Director de Menéndez