“Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 8


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Manos anónimas XI, pastel al óleo sobre papel, 70 x 100cm.
“Manos anónimas XI”, de Carlos Alonso. Pastel al óleo sobre papel, 70 x 100 cm. (Foto: Pablo Messil) (photo PABLO MESSIL/)

Una médica es arrastrada por los cabellos, con las manos atadas a la espalda, por la larga galería de un hospital municipal en Buenos Aires. La arrastra un hombre corpulento vestido de civil. En determinado momento, le atan también las piernas, la cubren con una manta, la echan sobre una camilla, y la introducen en un pequeño camión. Unos quince hombres de civil con armas largas realizan el operativo.

Llegaron en tres automóviles, entraron sin identificarse con documento alguno, preguntaron por el lugar donde la médica se dedicaba a su especialidad—psiquiatría—, y se la llevaron. Nadie preguntó a ese grupo de hombres quiénes eran ni a quién representaban. Nadie intervino en defensa de la médica. Las autoridades del hospital, el resto de los profesionales, los enfermeros, los enfermos, todos sabían qué estaba ocurriendo.

En los primeros meses de la toma del poder en la Argentina por las Fuerzas Armadas, ningún sector de la población sufrió más las olas de secuestros y desapariciones como los médicos dedicados a la psiquiatría.

Los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas habían llegado a la conclusión de que los psiquiatras conocían muchos entretelones de las actividades subversivas de la guerrilla urbana, y que al mismo tiempo había psiquiatras cuya misión era fortalecer el espíritu de los guerrilleros cuando se sentían deprimidos por las dificultades de la vida clandestina.

¿Cuál es el mecanismo por el cual un oficial de inteligencia de las Fuerzas Armadas argentinas puede llegar a la convicción de que si un psiquiatra tiene un paciente ligado por alguna vía a la subversión, éste le relatará sus actividades guerrilleras y las de todo su grupo?

El mundo de las Fuerzas Armadas en la Argentina es una estructura cerrada, clausurada. En su gran mayoría sus esposas son hermanas o hijas de militares. Casi todos ellos están emparentados, y cada vez que hay un gobierno militar, los civiles que participan son en su gran mayoría familiares de militares o han dedicado su actividad social a frecuentar militares precisamente pensando en el momento en que las Fuerzas Armadas tomarán el poder. En la Argentina, atender a los militares es desde hace 50 años una carrera política en sí misma, que rinde suculentos beneficios en el momento que se produce un golpe militar.

Este esquema de vida ha alejado a los militares de las corrientes más elementales de la vida moderna, y ha ido creando en ellos una serie de fantasías sobre el significado verdadero de los elementos científicos, morales, literarios, religiosos que la humanidad ha ido incorporando a su vida diaria normal en las últimas décadas. La ideología que motiva a los militares argentinos es más una idea del mundo que rechazan, que una noción del mundo que quisieran alcanzar. No podrían precisar o dibujar la realidad que quisieran ver realizada en la Argentina, pero sí pueden rápidamente describir qué es lo que odian. Si se les preguntara qué es lo que quieren, dirán que un país decente, respetuoso de la vida familiar, patriota. Pero cuando se les pregunta qué es lo que no quieren, se puede entonces comprender la visión que tienen del mundo y las dificultades que enfrentan cuando deben gobernar de acuerdo con esos odios. Por otra parte, como en toda mente totalitaria, los odios se transforman en fantasías, van conformando una visión del mundo de acuerdo con esas fantasías, y esas mismas fantasías los llevan a elaborar las tácticas de su acción.

No puede extrañar entonces que supongan, por ejemplo, que las películas antimilitaristas que Hollywood produjo respecto de Vietnam, forman parte de una ofensiva mundial de los Estados Unidos en el campo de los derechos humanos. Y cuando descubren que alguno de los productores, o actores o directores de una de esas películas es un judío o un hombre de izquierda, les confirma la tesis de la conspiración mundial en la cual ven envueltos a los judíos o a la izquierda.

La obsesión de la mente totalitaria es su necesidad de que el mundo resulte claro y nítido. Cualquier sutileza, o contradicción, o complejidad lo asusta y confunde, y se le hace insoportable. Trata entonces de superar lo insoportable, por la única vía que tiene en sus manos, la violencia. Será difícil que ejerza la política, la estrategia, la paulatina superación de los conflictos. Tiene al alcance de su mano el monopolio del poder, y lo lanza con toda la violencia que su ansiedad por simplificar la realidad le impone.

Si la presidente de la Federación Argentina de Psicólogos fue arrastrada por los cabellos por los pasillos del hospital en el cual ejercía su profesión, es porque haberla arrestado para interrogarla sin ejercer sobre ella ninguna violencia hubiera significado para la mentalidad de un militar argentino admitir la validez de su existencia, la lógica de su existencia, lo que significaría admitir la existencia de otro mundo además del clausurado en el cual vive. Y esto le resulta insoportable.

Formalmente, el gobierno militar argentino impuso estrictos códigos morales en la censura de obras de cine, teatro, literarias. Modificó los cursos universitarios eliminando carreras en Sociología, Filosofía, Psicología. Eliminó la aplicación de técnicas freudianas en los servicios psiquiátricos de los hospitales estatales. Impuso la enseñanza de la religión católica, en forma obligatoria, a todos los alumnos de las escuelas secundarias. En sus aspectos formales, todo esto hace suponer una concepción de la realidad de tipo reaccionario o conservador.

Pero, al mismo tiempo, intentó eliminar físicamente a todos los que participaban de algún modo en el mundo que quería modificar. Consideró que no bastaba modificar la enseñanza de la sociología, sino que convenía exterminar físicamente a quienes podían volver a implantar, en alguna Argentina futura, la enseñanza de la sociología moderna. Y a partir de este concepto de exterminio físico como solución final al problema de la concepción del mundo, es que en la Argentina el gobierno de las Fuerzas Armadas eliminó a miles de individuos que no tenían ninguna relación con la subversión pero que formaban parte, o representaban según los militares, ese mundo que se les hacía insoportable, incomprensible, inaccesible y, por lo tanto, constituía el enemigo.

Al convertir el odio en fantasía, la mente totalitaria se ve arrastrada a alucinaciones políticas cuyo alcance puede parecer ridículo a una mente lógica, racionalista, moderna. SIn embargo, esas alucinaciones políticas determinan cursos de acción que pueden llevar a situaciones de violencia inexploradas y aparentemente imposibles en el mundo contemporáneo.

Un mecanismo de estas características produjo en la Argentina de fines de la década del 70 un estallido de violencia gubernamental que parecía imposible después de la locura nazi o de las informaciones que se publicaban en Occidente sobre las alucinaciones políticas en Rusia. Parecía imposible porque reproducía como justificativo los mismos argumentos de Hitler o Stalin, tipificaba los mismos enemigos, se sentía perseguido por los mismos opositores, elaboraba las mismas fantasías.

En 1979 fue publicada en Moscú una novela de Valentin Pikul sobre los últimos años del reino de los Zares en Rusia antes de la primera guerra mundial. Es una obra que incorpora nuevos descubrimientos sobre la vida en la Corte y el papel jugado por Rasputín, especialmente detalles, anécdotas, que no se conocían hasta ahora. Pero lo interesante es que la obra tiene una tesis, y que el autor se considera un historiador y no un novelista. La tesis es que Rasputín, el Zar y la Zarina, así como toda la Corte, eran un juguete de la conspiración sionista y judía que aspiraba a destruir a Rusia.

En la necesidad de que su odio tenga una formulación histórica, moral o ideológica, la mente totalitaria transforma el odio en una fantasía que puede llegar a cualquier conclusión sobre las características del enemigo. Si en la Rusia comunista el judío es un enemigo porque se lo considera cosmopolita, o simpatizante de Israel, o inadaptado, a una sociedad socialista, entonces puede también—es decir, debe también—ser pasible de todo odio, encerrar toda capacidad de odio. Para una mente totalitaria en la Rusia de hoy, el judío debe ser ubicado como enemigo no sólo del socialismo, sino de todo lo que es ruso, de todo lo que ha sido Rusia, incluso se lo puede acusar de enemigo de los últimos zares de Rusia, aun cuando se celebre con entusiasmo, al mismo tiempo, la destrucción del régimen de los zares.

Este mecanismo de la alucinación política, o el odio transformado en fantasía, es el que permitió al nazismo, con toda “lógica”, considerar al arte abstracto enemigo de la Alemania física porque destruía la idea del prototipo físico nazi; o considerar al hombre de izquierda ligado a la conspiración capitalista judía por el marco “antialemán” que el judío otorgaba a la actividad de la izquierda.

Estas alucinaciones políticas gobernaban también a las Fuerzas Armadas argentinas, y al mismo tiempo que constituyeron su ideología, le impidieron consolidar una idea de la misión que les había sido reservada. El mundo inaceptable iba determinando las tácticas. Pero si estos mecanismos fueron fáciles de entender en el nazismo, más difíciles pero igualmente detectables en el comunismo, en el caso de la Argentina se unieron dos elementos que impidieron que resultara tan discernible: por un lado, Argentina es un país que no llevó su tesis al nivel internacional; quedó como asunto doméstico de un país cuyo destino no interesaba al mundo. Por otra parte, Argentina es el país de los eufemismos; y el gobierno ha considerado que nunca debía reconocer que ejercitaba la violencia ni los motivos por los cuales la ejercía.

Muchos periodistas han intentado investigar en la Argentina los motivos que llevaban a esa represión de la psiquiatría moderna, o a esa eliminación física de los psiquiatras. Pero todas las investigaciones sólo han podido concluir en aproximaciones al tema.

Es cierto que los militares no recurren a la psiquiatría moderna cuando en sus familias ocurre algún problema que debería ser tratado por esta rama de la medicina. Generalmente, se recurre a la ayuda de un sacerdote católico, sus consejos al paciente, a la familia, su invocación a la paciencia. Pero esto sólo puede hacer comprender la desconfianza hacia los psiquiatras, como es la desconfianza de toda mente totalitaria ante lo desconocido, ante lo que puede pertenecer a un mundo de ideas que no gira en torno a la religión católica como centro.

Lo que posiblemente ha ocurrido, hasta donde fue posible reconstruirlo, es que los servicios de inteligencia descubrieron durante los interrogatorios, que algunos terroristas o guerrilleros seguían un tratamiento que generalmente era freudiano, individual o grupal. Profundizando en los interrogatorios, también compilaron y analizaron las respuestas, y llegaron a la conclusión de que los combatientes recurrían a la psicología en busca de soluciones a problemas concretos, o para resolver desestabilizaciones emocionales. En su búsqueda diaria de nuevos elementos de la conspiración mundial contra la Argentina, y en la necesidad de que esa conspiración tuviera una vastedad acorde con sus necesidades de dar forma al odio irracional, no podían tardar en incorporar a la psiquiatría a esa conspiración. El papel de la psiquiatría estaba programado, concluyeron, por el Comando Sanitario de la guerrilla, y tenía los mismos fundamentos operacionales que los médicos que extraen una bala o curan una herida. Todo el “stress” y los temores de la vida clandestina que afectan al terrorista, son encauzados emocionalmente por los médicos psiquiatras. La psiquiatría condiciona al terrorista urbano para la lucha clandestina.

Inmediatamente se lanzaron a la búsqueda de esos psiquiatras. Y, como ha ocurrido en otros niveles, al encontrar alguno que correspondía a su fantasía, es decir a su descripción, justificaban la tesis que llevó a la muerte a decenas de psiquiatras que nunca habían visto un guerrillero en su vida.

Esta centralización de la acción a partir de fobias determinadas, con toda la fuerza de la impunidad, y simplemente haciendo desaparecer los cadáveres una vez interrogados, hizo estragos especialmente entre los psiquiatras, sociólogos, periodistas y estudiantes universitarios.

Estas fobias iban conformando la ideología de las Fuerzas Armadas y alimentaban a su vez la táctica operativa con una violencia tal que todos los sectores de la población, con muy escasas excepciones, prefirieron ignorar lo que ocurría, aun cuando de un modo o de otro, todo trascendía. Al menos al conocimiento de dirigentes políticos, religiosos, directores de diarios, periodistas políticos. Y preparaban, para la posguerra que seguramente también llegará en la Argentina, una situación idéntica a la Alemania de las posguerra: era difícil encontrar a un alemán que admitiera haber sabido de la existencia de los campos de concentración, las cámaras de gas, los hornos crematorios.

La incapacidad de los militares argentinos de formular una ideología más o menos estructurada, es la que los arrastra a aceptar generalmente las fobias de los grupos reaccionarios porque les son más afines que los sectores democráticos. Este fenómeno se repitió muchas veces en la vida argentina, Pero al reproducirse el esquema con la cuota de violencia que vivió Argentina en la última década antes de que las Fuerzas Armadas tomaran el poder en 1976, llevó a los militares a aceptar también las consecuencias finales de esa ideología de los grupos fascistas: el exterminio físico de quien es considerado enemigo. Es decir, la solución final.

La tesis oficial de las Fuerzas Armadas cuando llegaron al gobierno en marzo de 1976 no era compleja: los enemigos eran la subversión y la corrupción pública. Los enemigos parecían, por lo tanto, fáciles de identificar. Ya nadie dudaba de que los métodos serían los fijados por la Constitución, cuya amplitud represiva legal resultaba suficiente. Pero los militares encargados de la represión no sólo parecían necesitar un margen adecuado a la solución del problema, sino también una amplitud suficiente para encaminar con impunidad sus fobias, sus fantasías, su ideas sobre la realidad, su visión del futuro. Sólo el comunismo o el fascismo podían otorgarles una plataforma sólida para establecer en los finales de la década del 70 una violación tan absoluta de lo humano. Lógicamente, eligieron el fascismo. También existen otras alternativas en el mundo contemporáneo, pero no se ajustan a las pautas culturales y políticas, económicas y sociales de la Argentina. La violencia a partir de un liderazgo religioso, como el caso del Ayatollah Khomeini en Irán; o situaciones mezcla de superstición, canibalismo, lucha tribal como los casos de Uganda y el Imperio Central Africano, son inaplicables en un país como la Argentina.

Mientras ejercí la dirección del diario “La Opinión”, intenté muchas veces corregir la irracionalidad convertida en ideología de las Fuerzas Armadas encargadas de la represión. Tuve una sola compañía permanente e inalterable en esa difícil batalla: el diario de habla inglesa “Buenos Aires Herald”. Esporádicamente, algunos diarios provinciales participaban en ese intento de encauzar el proceso militar argentino dentro de normas constitucionales o jurídicas, o algunas publicaciones católicas, como la revista “Criterio”. Esta actividad lograba en algunos casos salvar alguna vida, pero nunca logró realmente modificar el curso de los acontecimientos. Casi un año antes de mi detención, ya sabía que los militares se habían resignado a aceptar, en el marco de largos debates que tuvieron, la existencia del diario inglés, pero que habían decidido crear las condiciones para eliminar “La Opinión”. Yo fui detenido en abril de 1977 y “La Opinión” confiscada, y el director del “Buenos Aires Herald” fue obligado, mediante una campaña de amenazas, a abandonar Argentina en diciembre de 1979, aunque no lograron silenciar su diario.

Para hacer más efectiva nuestra tarea, muchas veces intentamos en “La Opinión” tratar de objetivar la ideología de las Fuerzas Armadas, pero siempre nos fue imposible. Resultaba claro que odiaban a Carlos Marx, al Che Guevara, a Sigmund Freud, a Theodor Herzl. Pero resultaba difícil comprender que odiaran al sionismo más que al comunismo, y lo consideraran un enemigo más importante. Y que consideraran a Israel un enemigo más peligroso que Rusia.

Si uno discutía el tema con alguno de esos militares, en privado, podía más o menos obtener una explicación. El comunismo era más visible que el sionismo, por eso más fácil de identificar, y por lo tanto menos peligroso, aunque las dos ideologías, en última instancia, estaban destinadas a destruir la nacionalidad. Pero a partir de este enunciado lo que resultaba más difícil de comprender era el caudal de violencia que ejercían para eliminar estos dos enemigos, violencia que escapaba a todas las pautas actuales de represión por parte de un gobierno en cualquier país medianamente civilizado.

Uno podía escuchar sus argumentos contra Freud y el freudismo, calificados como los enemigos principales de la vida familiar cristiana, como la escuela que coloca el sexo en el centro de la vida familiar, y estimar que esos argumentos eran anticuados, anticientíficos, obsoletos. ¿Pero cuál era el mecanismo que a partir de esos conceptos llevaba a secuestrar al director de la revista “Padres”, una publicación que se dedicaba a la divulgación de las formas modernas en que debe basarse la relación entre padres e hijos, y condenarlo a muerte? La campaña que desarrollé en mi diario para salvar a este periodista determinó que le perdonaran la vida, pero sólo cuando prometió interrumpir la publicación de la revista y abandonar el país. Desde el exterior, me envió por emisario secreto un mensaje “Dijeron que yo me salvaba por su campaña, pero que usted no se salvaría”.

Cuando estuve en la cárcel clandestina conocida como Puesto Vasco, uno de los interrogadores me preguntó si conocía a ese periodista. Estaba orgulloso de haberlo torturado. Hablaba libremente porque sabía que gozaba de impunidad, estaba convencido de su misión, y no dudaba de que la historia lo justificaría. Se repetía la ecuación psicológica e ideológica que animaba a los oficiales nazis en los campos de concentración.

Hasta el ser más irracional encuentra necesario elaborar una cierta coherencia en torno a su irracionalidad para poder mantener su continuidad. Todo este mundo de odios y fantasías llevó a los militares argentinos a sintetizar su acción en un concepto básico: la tercera guerra mundial había comenzado, el enemigo era el terrorismo de izquierda, y la Argentina era el primer campo de batalla que había sido elegido por el enemigo.

Lógicamente, esto simplificaba todo. La violencia de la represión era necesaria porque la Argentina había sido elegida como objetivo. La represión sería menor si el mundo comprendiera el papel de vanguardia que jugaba la Argentina, pero el mundo no entendía, y algunas democracias, así como el Vaticano, planteaban constantemente el problema de la violación a los derechos humanos. Más aún, la prensa occidental publicaba informaciones sobre estas violaciones. Esto volvió a ser explicado con el mismo mecanismo: se trataba de una campaña antiargentina. De modo que ya teníamos coherencia donde sólo parecía existir una reencarnación de las fobias nazis:

La tercera guerra mundial había estallado;

La tercera guerra mundial no enfrentaba a las democracias y el comunismo, sino a todo el mundo y el terrorismo de izquierda. Esto permitía mantener relaciones diplomáticas con los países comunistas, y aceptar a Rusia como el principal asociado del comercio exterior argentino;

La Argentina había sido elegida como el campo de batalla de la primera fase de la tercera guerra mundial;

Argentina estaba sola y no era comprendida por quienes debieran ser sus aliados naturales, las democracias occidentales. Por ello, había sido desatada la campaña antiargentina.

Todas las semanas, en las cárceles clandestinas en las cuales estuve preso, se dictaban cursos sobre la tercera guerra mundial. Estas sesiones se titulaban la “Academia”. Generalmente las dictaba un oficial de inteligencia del Ejército, con la asistencia obligatoria de todo el personal de torturadores, interrogadores, secuestradores.

En esas sesiones muchas veces analizaba el contenido de la información de los diarios, y siempre concluían en algo que, quizás ellos no lo sabían, ya habían concluido los miembros del partido Nazi en los primeros años de esta organización: que la corrupta democracia occidental no era capaz de enfrentar el avance del comunismo, que Europa sería roja, y que sólo los pechos nazis podían contener el dominio comunista.

Después de algunas de esas sesiones, mis guardianes se tentaban con la posibilidad de conversar con uno de los principales ejecutores de ese plan macabro destinado a aniquilar a la Argentina que acababan de analizar en alguno de sus aspectos. Venían entonces hasta la puerta de mi celda, y a veces por la rendija, o abriendo la puerta, me hacían preguntas que debían confirmar lo que se les acababa de enseñar. Una vez se les habló del lobby judío en Estados Unidos. Tuve que enseñarles a escribir “lobby” en inglés. Otra vez se les habló del Primer Congreso Sionista en Basilea, y querían saber cuándo se había decidido tener dos estados sionistas, uno en Israel y uno en Uganda, y por qué después se había abandonado la idea de Uganda para elegir a la Argentina.

Otro día la reunión de la Academia se puso peligrosa. El cazador de nazis, Wiesenthal, había divulgado la existencia de un importante criminal de guerra en la Argentina, y Alemania había pedido la extradición. El gobierno argentino, siempre deseoso de demostrar públicamente que no era antisemita—aunque no prohibía la violencia antisemita de las fuerzas de seguridad—, otorgó la extradición del súbdito alemán, pero antes lo dejó escapar a Paraguay. Los asistentes a la Academia en la cárcel clandestina donde yo estaba consideraron que se había producido una verdadera traición a su Revolución Nacional. Pasaron todos a mi lado sin dirigirme la palabra, pero por la noche me esposaron las dos manos a los barrotes de la ama, y ahí me dejaron por 24 horas, cosa que ya hacía un tiempo que habían dejado de hacer.

La ideología del gobierno de las Fuerzas Armadas, ¿cuál era? Había que buscarla en su actividad, en su represión, en el mundo que odiaba. Pero difícilmente se la podía encontrar en sus declaraciones públicas, cuyas tesis estaban impregnadas de eufemismos o afirmaciones protocolares: contra la corrupción oficial, contra la subversión, por una verdadera democracia.

No había nazismo. No había desaparecidos. No había juicios secretos. No había pena de muerte.

Odio e ignorancia. Lo que no se entiende, se destruye. En su último libro, inconcluso a causa de su muerte, el escritor american Dalton Trumbo hace decir al personaje central, miembro de las S.S., respecto de los judíos: “No comprendo a esa gente; y, porque no los comprendo, los mato”.

Cuando escribía el libro, Dalton Trumbo confió a un amigo: “Lo que busco aprehender, el diablo que trato de atrapar, es el oscuro apetito de poder que todos tenemos, la perversión del amor que es la consecuencia inevitable del poder, las delicias de la perversión cuando el poder se hace absoluto, y la espantosa convicción de que en una época en que la ciencia se ha convertido en esclava de la política hecha teología, todo eso puede volver a ocurrir”.

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Via: InfoBae – “Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 8


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